sábado, 25 de septiembre de 2010

EL VALLE DE ANÁHUAC

el valle del Anáhuac
Frente a nosotros hay una cuenca donde se despliegan enormes espejos de agua que
inundan toda la parte baja del valle, al fondo hay dos grandes volcanes, sus puntas cubiertas de nieve refulgen ante los rayos del sol. Los poblados apenas alcanzan a vislumbrarse en un horizonte donde predomina lo acuático, al centro de las lagunas se distingue una ciudad flotante. Éste fue el paisaje que contemplaron Hernán Cortés y quienes le acompañaban un día de noviembre de 1519.

Los límites aproximados de aquella urbe, que a los europeos les pareció una extraña Venecia, podemos visualizarlos hoy si pensamos que llegaban, hacia el norte, a la actual calle de Manuel González; al oriente, donde se encuentra la avenida Congreso de la Unión; por el sur, a la ahora calzada Chabacano para terminar en la de Tlalpan y, al poniente, era más irregular su delimitación, aunque podría haber estado en las calles de Abraham González y Bucareli.

La ciudad acuática tenía tres tipos de calles: pocas de tierra firme, la mayoría eran canales por donde circulaban canoas y las terceras tenían forma mixta: una parte la constituían camellones sólidos adosados a los edificios, por los que caminaban las personas, mientras la otra mitad se destinaba a la circulación de embarcaciones. Su traza estaba diseñada para que se pudiera llegar a cualquier punto por vía fluvial. Canales de diferentes dimensiones se conectaban entre sí y, sobre los más anchos e importantes, cruzaban calzadas, gracias al uso de puentes desmontables que se podían quitar en situaciones de emergencia, por ejemplo, ante el ataque de algún enemigo, o bien, cuando subía el nivel del agua de los lagos. Para penetrar a la ciudad existía un estricto control de tránsito, tanto para gente de a pie como para embarcaciones. Había garitas
o fuertes en los principales puntos de acceso, que servían para controlar la entrada y salida tanto de personas como de mercancías.

Los conquistadores españoles pudieron recorrer esta peculiar ciudad y admirar su arquitectura y desarrollo urbano antes de destruirla. Son muy conocidas las crónicas de Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo, entre otros europeos, que expresaron su admiración ante la inusitada belleza de México-Tenochtitlan y su bien orquestada organización. Serge Gruzinski, en su obra La ciudad de México: una historia, señala que aquella metrópoli probablemente era la más grande del mundo pues, en aquel tiempo, Constantinopla tenía 250 mil habitantes y París 200 mil, en tanto la gran México-Tenochtitlan contaba más de 300 mil. Para esa época era una población enorme.

La ciudad co mo espacio sa grado
Uno de los grandes misterios de la historia de México-Tenochtitlan sigue siendo el origen de su nombre. Tenochtitlan puede tener, entre otras fuentes, el vocablo náhuatl tenochtli, que quiere decir nopal de tuna dura y Tenoch, nombre del caudillo que condujo a los mexicas hasta el valle del Anáhuac. La etimología del nombre México ha generado más polémicas. Para investigadores como Hermann Beber, México se deriva de Mexitl, uno más de los nombres que recibe Huitzilopochtli. Gutierre Tibón y otros más se inclinan por la etimología sustentada por Antonio del Rincón: meztli, es luna y xictli, ombligo o centro. México quiere decir en medio de la luna o en el ombligo de la luna.
La luna se reflejaba en el centro de los lagos del valle del Anáhuac y ahí se levantó la ciudad sede del imperio mexica. Alfonso Caso confirmó esta versión, al dar testimonio de que Metztliapan era el nombre antiguo de la laguna donde se fundó la gran capital del imperio de los venidos de Aztlán.

México-Tenochtitlan fue creada con apego al orden celeste conocido por los mexicas, en ella se materializó su cosmovisión. Su vértice y punto de partida era Huitzilopochtli, dios del sol y de la guerra, por eso el lugar predominante del centro ceremonial lo ocupaba el Templo Mayor, dedicado a la deidad solar. El templo fue colocado al éste de la gran plaza, porque por ahí cada mañana aparece el astro, después de librar una cruenta batalla con sus hermanos Coyolxauhqui (la luna) y los cuatrocientos sureños (las estrellas) quienes intentaron matarlo a él y a su madre, Coatlicue, en el cerro de Coatepec. El Templo Mayor representaba el cerro de
Coatepec.
El Templo Mayor no sólo era el centro físico de la metrópoli, fue su corazón, representaba
la síntesis del universo religioso de los mexicas. Tenía aproximadamente una planta de 83 por 78 metros y una altura de entre 40 y 45 metros. Podemos imaginar sus dimensiones si pensamos que la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México mide 59 metros de ancho por 110 de largo y tiene una altura de 60 metros hasta la cúpula. El basamento del Templo Mayor representaba, en la cosmovisión mexica, el nivel Terrestre del universo, las escalinatas el Celeste y los recintos adoratorios de la parte superior al Omeyocan, o máximo cielo. Estaba dividido en dos partes iguales, una dedicada a Tláloc y otra a Hutzilopochtli.

Eduardo Matos Moctezuma, el arqueólogo que dirigió los trabajos para el rescate del Templo Mayor, explica que estas dos deidades eran la base de la organización económica, religiosa, política y social de los aztecas, sustentada en la guerra, la agricultura y el tributo. Tláloc, el agua, era vital para la agricultura y Hutzilopochtli, dios de la guerra, era quien los impulsaba y protegía para conseguir prisioneros en las guerras floridas, cuyos corazones después le serían ofrendados al dios solar para asegurar la continuidad de la vida.
Huitzilopochtli y Tláloc eran, por igual, dadores de vida o de muerte. La vida era origen de la muerte y viceversa, en una sucesión continua que generaba el movimiento, los ciclos del universo: la vida se alimentaba con la muerte y la muerte con la vida.

La zona sagrada de México-Tenochtitlan era una plaza de aproximadamente 400 metros por lado; en su interior, según Fray Bernardino de Sahagún, había setenta y ocho edificios. El recinto tenía al menos tres puertas, de donde partían las tres principales calzadas que comunicaban con tierra firme: al norte la del Tepeyac, al poniente la de Tlacopan o Tacuba y hacia el sur la de Ixtapalapa y había una más corta que conducía hacia el oriente, al embarcadero por donde arribaban las canoas procedentes de Texcoco.

A la llegada de los conquistadores españoles, en 1521, la ciudad ideada por los dioses se encontraba en su momento de máximo esplendor, tan sólo dos siglos después de su fundación.
Los mexicas sacaron enorme provecho de sus precariedades. Para sobrevivir en una isla con terreno fangoso, rodeada de agua salitrosa y sin áreas para el cultivo, realizaron grandes obras de ingeniería. Trajeron agua dulce de los manantiales de Chapultepec, controlaron las inundaciones, y con el famoso albarradón planeado y edificado por Netzahualcóytl, que dividía el agua dulce de la salada, pudieron contar con agua para el cultivo todo el año. El albarradón se extendía desde Ixtapalapa hasta Atzacoalco y tenía una longitud de más de 16 kilómetros. Además, con la construcción de chinampas, le ganaron espacio al lago.

/www.centrohistorico.df.gob.mx

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